miércoles, 23 de noviembre de 2011

VALLCARCA




Los trenes pasan fugaces y desaparecen en el túnel. Ninguno se detiene ya en la antigua estación de Vallcarca, escondida a los pies de una cementera en las Costas de Garraf. A principios de siglo XX, los obreros de la colonia industrial de Vallcarca eran los principales usuarios de la estación. Así fue hasta los años 60, cuando abandonaron la colonia, que desapareció para que creciera la fábrica de cemento. En los 70, los pescadores, cargados con sus cañas y los cebos, bajaban en Vallcarca para pasar el día en la solitaria cala. Hoy, esa estación es un cadáver que se va cubriendo de cemento lentamente.


En Cataluña existen una veintena de estaciones de tren abandonadas, según datos de la Generalitat. Pero ésta es la única que el polvo de cemento ha congelado en el tiempo al solidificarse sobre escaleras, vías y el viejo edificio del apeadero. La historia de Vallcarca es la de la cementera que se alza detrás (hoy, gestionada por Uniland).


En 1903, la empresa Butsems i Fradera instaló una fábrica para extraer la piedra calcárea del macizo del Garraf. Siguió el modelo tan en boga de la época de construir una colonia industrial, con un puerto cerca para poder comercializar el cemento portland que fabricaba (uno de los más duros y de mayor calidad). La colonia prometía una vida autosuficiente: tenía mercado, escuela (aunque el destino de los alumnos fuera acabar trabajando en la misma fábrica), dispensario médico, un teatro-cine, campo de fútbol (con equipos locales como el Lanfort o el Atlético Vallcarca que desafiaban a los de Barcelona), una iglesia (construida después de la Guerra Civil), domingos de mercadillo y una Sociedad Recreativa.




Aislada en las Costas del Garraf, la colonia de Vallcarca no se salvó de las desgracias de la Historia. En 1918, estalló una epidemia de gripe que dejó decenas de muertos. Después vino la Guerra Civil. Varios obreros se alistaron como milicianos de la FEI y las JONS, formando el revolucionario Comité de Vallcarca, que fusiló a encargados de la fábrica en las mismas costas, en la zona denominada Pas de la mala dona (según documentos del Institut d'Estudis Penedesencs). Durante el Franquismo, cuando aún eran visibles las huellas de los bombardeos de la guerra, en las calles de la colonia corrían las cartillas de racionamiento, se cantaba el Cara al sol y los domingos tocaba misa en la iglesia recién levantada por el Régimen.


Ahora ya no queda ni rastro de esos episodios fatídicos ni de la colonia, sólo el gris esqueleto de la estación, escondido bajo la inmensa cementera. Para llegar a la que fuera la parada de Vallcarca-Garraf hay que cruzar un pequeño túnel que sugiere escenas de película de terror, con asesinos acechando en las sombras, cuchillo en mano. El edificio principal, con las ventanas tapiadas y una fachada que se cae a trozos, no ayuda a apartar los fantasmas peliculeros. En el interior, el pasado reciente sigue ahí, escondido bajo centímetros de polvo: una libreta con los trenes que circulaban en 1983; periódicos olvidados; actas firmadas por el entonces conseller de Treball, Oriol Badia (el convergente dirigió el departamento entre 1984 y 1988) o el calendario de fiestas de 1979.
En la planta superior hay más tesoros: un libro de lectura de segundo de EGB del pequeño Àngel Llinars (unas manos infantiles escribieron su nombre en la primera página) y un par de cómics de Eric Castel, futbolista azulgrana de ficción que levantaba pasiones, y cuyas aventuras leía Àngel. Aún queda el libro de facturas de la cafetería, con las entregas de café (a 7.715 pesetas) y azúcar (2.7000 pesetas) del 17 de julio de 1979.


Fuera, los graffiteros se han adueñado de las paredes de las vías para darles color: que si un corazón punk o la vista de una ciudad. Pasa un Euromed a toda velocidad. Y desde las vías se ve la playa, donde surfistas y pescadores conviven con los bañistas de verano.

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